El niño de uno a dos años de edad. Favoreciendo su autonomía.



Entre los diez y los quince meses, el niño ya comienza a realizar pequeños desplazamientos que le permiten explorar el espacio próximo, bien sea gateando o bien dando sus primeros pasos, al principio muy inseguros. Cuando logra permanecer en pie durante el tiempo suficiente para “otear el horizonte”, la lista de objetos y situaciones que despiertan su interés se amplía considerablemente y, por lo tanto, su deseo de intervenir en el entorno también aumenta.
Al mismo tiempo, su motricidad fina ha ido evolucionando hasta conseguir perfeccionar la pinza digital, así como la técnica de soltar los objetos relajando los músculos flexores; estas recién adquiridas habilidades le divierten y las practica tomando objetos y arrojándolos al suelo una y otra vez. También disfruta hurgando con los dedos en cualquier hueco o masa deformable (lo cual contribuye al desarrollo de su visión espacial, al conquistar lugares que no puede ver directamente) y cogiendo pequeños objetos para trasladarlos de un sitio a otro, o para meterlos en un recipiente y, una vez reunidos, sacarlos uno a uno para repetir la operación. A medida que avanzan los meses, esta capacidad manipulativa se va afianzando y le permitirá, por ejemplo, sujetar una cuchara y llevársela a la boca, pasar páginas de dos en dos, o tratar de poner y quitar las tapas de las cajas.
Las nuevas posibilidades que le ofrecen la bipedestación, la marcha y el gran desarrollo de la motricidad fina en esta edad, hacen de él un explorador infatigable, inquieto y ansioso por vivir nuevas experiencias. Éste es un momento excelente para tratar de fomentar su autonomía, y la mejor manera de hacerlo es permitirle realizar cuantas veces quiera todas las acciones que desee, sin tratar de disuadirle ni tampoco presionarle para que las repita si no muestra más interés. Obviamente, será necesario procurarle un entorno libre de peligros y observarlo constantemente, pero sin intervenir intentando ayudarle o inhibiendo continuamente su actividad por miedo a que se haga daño. Algunas situaciones que en un principio parecen entrañar un cierto riesgo para los pequeños, en realidad no son tan perjudiciales o se pueden controlar fácilmente, y tratamos de evitarlas por un temor nuestro, más que porque de verdad puedan ser objetivamente peligrosas.
Otra seña de identidad de este periodo es el gran avance que el bebé experimenta en su intención comunicativa, dejando atrás la denominada etapa pre-lingüística y avanzando cada vez más deprisa hacia la adquisición del lenguaje hablado; en ello tiene mucho que ver la incipiente emergencia de la llamada función simbólica. Ésta consiste en la capacidad para representar o evocar mentalmente objetos, personas o situaciones que en ese momento no están presentes, y se manifiesta en conductas como la imitación diferida (sin el modelo delante) o la emisión de las primeras palabras. Aunque dicha función comienza a perfeccionarse hacia los dos años, los primeros signos de su aparición pueden observarse alrededor del año de vida.
En el desarrollo del lenguaje intervienen tanto las características propias de cada niño como las experiencias vividas en su interacción con el entorno físico y social. Escucharle con atención, tratando de entender sus mensajes sin ceder al impulso de interrumpirle, es un primer paso para darle seguridad y animarle a continuar hablando. Otra forma de ayudarle a “encontrar las palabras” es poner nombre a sus vivencias, observar y describir junto a él todo aquello que le impacta y asombra, utilizando un lenguaje sencillo y preciso. Si al mismo tiempo sabemos hacer uso de las inflexiones en el tono de voz, aportando expresividad y riqueza a nuestras frases, conseguiremos implicarle en la conversación y alimentar su atracción hacia la relación con los demás.
Esa actitud respetuosa y no intrusiva conviene mantenerla en todas las facetas de nuestra relación con el pequeño, y en cada aspecto de sus acciones sobre el entorno; para ello intentaremos no interferir en sus juegos, sobre todo cuando se encuentran enfrascados en ellos, evitando distraerlos con nuevos estímulos o apremiarlos para que realicen otra actividad diferente que se nos pueda ocurrir sobre la marcha. De esta manera, les ayudaremos a aprovechar su curiosidad natural para aprender, disfrutar y seguir experimentando.